viernes, febrero 25


Portada de "Maldito Piano"

Combate

(del libro "Maldito Piano")

Dedicado a la memoria de Italo Raggio Alberti quién como el periodista que quiso ser, hubiese reporteado este episodio con la dosis justa de razón y emoción.

Y al padre Estanislao Raveau Viancos, s.s.c.c.


“... y más fuerte que cualquier mortal adversario, el sólido baluarte blanco de su frente embistió contra el lado de estribor de proa en medio de los gritos de espanto de la tripulación. Hombres y mástiles temblaron. Algunos cayeron de bruces en el suelo oyendo que el agua se precipitaba por la herida como el torrente que cae de un alto risco...”
Herman Melville, “Moby Dick”, 1851.

A las 6.00 de la mañana, al ser despertado por los urgentes silbatos del contramaestre, Julián Vildósola Armijo, de 19 años, marinero 2° del navío más decrépito de la marina de guerra de este país, supo que algo grande se les venía encima. Sin embargo, a esa hora todo estaba aún por suceder.

Hacia la costa, la ciudad hostil se desperezaba temprano para presenciar el emplazamiento de una nueva batería de cañones en un lugar cercano al muelle comercial, con la que se harían renovados intentos por alcanzar la flotilla que vigilaba e impedía todo movimiento de entrada y salida al puerto. Julián Vildósola a bordo de uno de los componentes de esa flotilla, indiferente a la actividad que desplegaban sus compañeros que corrían acicateados por las órdenes y las imprecaciones, le robó unos segundos a la vida para permanecer hamacándose en su coy, pensando que esa levantada bien podría ser la última.

A juzgar por las caras preocupadas de los oficiales durante el día anterior, un evento definitivo estaba por ocurrir. Para qué entonces, se interrogó, saltar hacia su ropa, competir por los urinarios o pasarse el duro jabón por la cara en medio de una masa de cuerpos que pujaba por un poco de espacio entre los estrechos lavatorios. La tripulación ya se habían hecho el ánimo que el agua dulce para asearse estaba estrictamente racionada. Ignoraban cuándo habría nuevos suministros de cualquier tipo y cuánto más iba a durar el bloqueo a la pequeña ciudad portuaria aprisionada entre la costa y unos escarpados cerros arenosos.

Esa mañana Julián Vildósola Armijo pensó seriamente en negarse a trabajar en el baldeo de la cubierta, para exigir en cambio que el teniente Francisco Mendoza con sus modales de niño mimado le trajese el desayuno hasta el mismo entrepuente, donde estaba el dormitorio de la marinería. La voz de trueno del contramaestre, hermano de su madre por lo demás, hizo añicos su breve fantasía.

Rato después los hombres saltaron a cubierta para asumir la tal vez absurda tarea, dada la circunstancia en que se hallaban, de acicalar completamente la nave. Bruñeron los bronces, ordenaron y tensaron los cabos y las jarcias, volvieron a doblar las dobladas velas, engrasaron el ánima de los cañones. Parecían prepararse para un día de revista.

—Vamos, con más fuerza —gritó el contramaestre Armijo a los hombres que agazapados frotaban con sus cortos escobillones, los desgastados maderos de la cubierta del antiguo buque, siguiendo los silbatos del implacable oficial.

El tío Hugo, el contramaestre, era un hombre avezado y duro. Auténtico hombre de mar, había navegado cada derrotero de la costa nacional en su ya larga carrera marinera. Llevaba más de la mitad de su vida embarcado, estando cerca de diez años en el otro buque que custodiaba la bahía. Debido a eso, Hugo Armijo aún resentía el traslado a su actual destinación, a la que llamaba entre bromas “la vieja”. En cambio, la nave que fue su hogar por tan largo tiempo y que flotaba a menos de cien brazas de distancia, era referida cariñosamente como “la chiquita”.

—Hay que asear esta vieja —demandó. —Que nos encuentren bien preparados y limpios —repetía sin cesar. —Si llegan a llegar pelearemos con toda la dignidad que podamos. Como si hubiese una celebración a bordo.

A pocos sorprendió, rato más tarde, justo al levantarse la neblina matutina, el angustiado grito proveniente del puesto de vigilancia situado en la cofa del palo de mesana. “Buques al norte.” El esperado enemigo se hacía presente. Pero no por eso el aviso dejó de sobrecogernos. Era como si de pronto nos hubiésemos encontrado con la tormenta presagiada por la brusca caída del barómetro.

Las vimos recortarse el horizonte, una detrás de la otra, navegando a toda máquina para anular cualquier intento de escape hacia el sur. El fuerte viento norte que moteaba de caballitos blancos el azul intenso del mar aumentaba la velocidad de las naves amenazantes. Cuando estuvieron a la cuadra, el buque insignia, bajo y compacto viró hacia nuestra posición. La maniobra fue seguida con prontitud por el otro navío. Era cuestión de minutos que estuviésemos al alcance de su artillería.

La aparición de los barcos que liberarían el puerto fue avistada también desde la orilla. Los servidores de la nueva batería costera exclamaban con entusiasmo que la pondrían en uso más pronto de lo esperado. “Que no intenten refugiarse arrimándose al puerto” repetían. “Les vamos a volar la cabeza”.

Julián Vildósola, muy a su pesar, estaba presente cuando el teniente Albarrán, delgado como un asceta, informaba en el puente de mando que solamente una caldera funcionaba y que la velocidad máxima que podían alcanzar era de tres nudos. La huida era impensable. Estaban atrapados en esa nave casi inservible.

La visión del adversario creciendo con lentitud por barlovento, no hacía otra cosa que confirmar la premonición de Julián al despertar esa mañana. Durante unos segundos la imagen de su amada novia, Olga Romero, Romerito como él la llamaba, vino a su memoria. Se casarían, se habían dicho frente al mar, alguna noche de luna y besos. Ahora eso era un sueño, que como todos lo que había tenido en su vida de niño pobre, estaba a punto de quedar destrozado.

Con el enemigo aún resoplando a poco más de una milla de distancia, el capitán entró a su cámara. En la soledad y en el silencio que allí reinaba, lejos de las clarinadas llamando a zafarrancho, tuvo un breve momento para ordenar sus ideas. Tal vez ese instante fue dedicado a la oración. Tal vez escribió alguna carta apresurada y nostálgica. Tal vez usó ese tiempo para luchar contra la angustia que le subía por el semblante. Tal vez pensaría en el dolor físico de las heridas o en el dolor de los suyos si aquello terminaba mal. Tal vez se acordó de sus tripulantes a quienes había jurado proteger.

Al cerrar tras de sí la escotilla para volver al puente de mando, la mente del comandante hizo un postrero viaje a través del tiempo. Tuvo una visión de las plazas de su país en donde el nombre de ese cansado buque de guerra y los de todos sus hombres estarían escritos con grandes letras de bronce.

A bordo la actividad era frenética. En la enfermería el cirujano y sus ayudantes preparaban y ordenaban sus equipos para enfrentar la gran prueba: camillas para recoger los caídos; alcohol y yodo para limpiar las heridas y prevenir la gangrena; agujas e hilos para las suturas; vendas y algodón para contener la sangre; éter para adormecer; la sierra de acero para cortar y amputar; aguardiente para el dolor.

Las armas se fueron desplegando sobre la cubierta atochada. Los tiradores se posicionaban buscando protección y el mejor ángulo. Los artilleros cargaban de pólvora los cañones hasta la misma boca. Otros subían desde la santabárbara los proyectiles para las baterías de 40 libras, las mayores con que contábamos. Fusiles, bayonetas, hachas y ganchos de abordaje estaban a mano. La lucha cuerpo a cuerpo, de acuerdo a las instrucciones que voceaba el contramaestre, era un escenario posible.

Medio paralizados por la angustia, los tripulantes se movían torpemente. Oficiales y suboficiales, presos también ellos de un creciente nerviosismo, gritaban más que otras veces. Un aturdimiento generalizado dominaba la espera.

La unidad menor de nuestra flotilla, cumpliendo las instrucciones trasmitidas por el señalero, levó anclas emprendiendo la fuga. Se fue envuelta en su propia humareda que la cubría como un disfraz de vapor y hollín. Al cabo de un rato la vimos esconderse tras un promontorio pues había apostado por irse pegada a la costa. El mayor de los buques enemigos salió tras ella de inmediato, tomando un rumbo similar, para desaparecer también de la vista con rapidez.

El contramaestre Armijo vio alejarse a su chiquita con la mirada llena de nostalgias y tristes vaticinios. Luego, como haciendo a un costado un pensamiento inoportuno, se volvió hacia los marineros que esperábamos órdenes.

—Si nos dan con ese par de cañones que portan, estamos muertos —dijo. —No podremos resistir mucho rato. Este barco apenas se mueve —sentenció.

—¿Qué va a hacer mi comandante? —pregunté sin llamarle tío como solía hacerlo en las escasas oportunidades de privacidad que teníamos a bordo.

—Creo que tratará retenerlos para que la chiquita pueda tener la chance de escapar. Un buque siguiéndola apegado a la costa y el otro mar afuera haría imposible la huida.

—Si se acerca demasiado le voy a retorcer las planchas de hierro de un cañonazo —amenazó roncamente el cabo de artillería, antiguo tripulante de un barco ballenero, y a quién por alguna razón que Julián desconocía, los oficiales jóvenes apodaban Quicueg.

Quicueg era un hombre de experiencia marinera. En su oficio anterior había navegado por la Polinesia y otros exóticos lugares, persiguiendo ballenas y cachalotes, hasta desembarcar en las Islas Marquesas donde convivió con caníbales y con hombres de cuerpo y rostro tan tatuado que según él mismo semejaban demonios. Esa gente, para quienes el océano no tenía secretos, le habían contado de un lugar fantástico en el fondo del mar dónde iban a parar las almas de los marinos audaces e implacables, los que no retrocedían, a los que no asustaba la sangre.

—Nos van a hundir y luego les darán alcance a los otros. Esto es inútil —se lamentó el marinero Pinilla.

—Seremos héroes —dijo sombrío el cabo Matamala.

—No es importante ser héroes —lo interrumpió el contramaestre con gesto furibundo. —Hay que preservar las vidas.

No hubo más tiempo para discusiones. En ese momento empezábamos a estar en el campo de tiro de las baterías enemigas. Pronto la bahía sería un infierno.

La primera descarga pasó alto sobre nuestras cabezas yendo a caer más cerca de la costa que de su blanco, causando una gran mortandad entre cangrejos, estrellas de mar y otras especies de la orilla. Un suspiro de alivio recorrió el barco en todo su largo. Pero sabíamos que por defectuosa que fuese la puntería de los artilleros, no tardarían en horquillarnos y que ese momento sería el fin. El desprotegido maderamen de nuestra vieja embarcación no podía hacer frente a los cañones de 300 libras del blindado contrario.

El segundo disparo, con el cálculo alterado por el cabeceo de la nave en movimiento, fue excesivamente corto, tanto que apenas se alcanzó a divisar la columna de agua que levantó sobre el azul oscuro del océano. Las pullas y los insultos, fruto del nerviosismo que reinaba a bordo, brotaron espontáneamente.

El timonel siguiendo las órdenes emanadas del puente de mando posicionó nuestro buque ofreciendo el menor flanco posible. El colorado Armstrong, a cargo de las máquinas, hacía lo que podía para levantarle presión a la parchada caldera.

Fue entonces que vimos al comandante salir al puente, sable en mano. Todas las cabezas se voltearon hacia él. Dio un paso adelante hasta apoyarse en la barandilla. Llevaba su uniforme de parada. El color oscuro acentuaba la palidez de su rostro. Esperábamos que encontrara la manera de salvarnos del dragón embravecido que avanzaba sobre las olas despidiendo fuego.

El momento de escucharlo había llegado. Lo vimos concentrado buscando la palabra inspirada y precisa. En ese mismo instante un terrible golpe sacudió la nave por completo. El blindado nos había asestado uno de sus pesados proyectiles llevándose a su paso gran parte del castillo de popa y la voz del comandante. El aire quedó vibrando por un largo momento. Si se dijo algo antes o después del impacto nadie tuvo el estado de ánimo para registrarlo.

Erguido, cara al viento, el comandante paseó la vista por la tripulación que había buscado refugio lanzándose al suelo. Parecía querer aprender de memoria esos rostros asustados. Ya está dicho, no oímos arenga alguna. Tampoco habló de rendición. Pero un hálito de energía brotaba de esa figura silente. Luego, tal vez temeroso de sentir temor o remordimiento, llevó su mano izquierda al bolsillo, extrayendo una pequeña botella de un licor indistinguible a la distancia. Bebió un sorbo corto, casi como un tic nervioso. Segundos después se volvió hacía la negra silueta que se acercaba. Levantó el sable y con gesto de furia cortó el aire. Parecía querer partir en dos una calabaza imaginaria.

El ruido de los disparos de artillería provenientes del mar atrajo una gran multitud a la playa y a los roqueríos de la costa. Algunos treparon el campanario de la iglesia para ver mejor. Los más exaltados empezaron a improvisar encendidos discursos vaticinando ante quienes quisiesen oírles, que la batalla iba a ser un hecho histórico para la ciudad y la nación. Echarían a los usurpadores de regreso a sus latitudes. No faltó quienes partieran, en busca de una visión perfecta de lo que acontecía en el mar, en dirección a los cerros que como telón de fondo de piedra y arena envuelven la ciudad. Nadie quería perderse el espectáculo de las naves cañoneándose sin tregua.

Hacía rato que se había visto una de las embarcaciones que vigilaban la bahía abandonar su lugar de anclaje y emprender la huida al sur, perseguida por uno de los navíos compatriotas. El buque dejado atrás, inevitablemente enfrentado a un duelo singular con un contrincante más fuerte y ágil, lejos de pedir clemencia, devolvía todas las andanadas con sus baterías. Sin embargo, pronto corrió la voz entre los presentes que los tiros del barco más antiguo no tenían ningún efecto sobre la sólida estructura de hierro de su rival y que por ello no tenía posibilidad alguna de vencer la batalla. La aparición de la bandera blanca de rendición era cosa de tiempo.
Gradualmente, los disparos de las fuerzas navales llegadas a romper el bloqueo se hicieron más certeros y más destructivos. Cuando un proyectil alcanzaba el blanco, lo que se adivinaba por el resplandor anaranjado que surgía por entre la humareda, estallaban los vítores y los aplausos.

Rato después, ante la visión de la nave cubierta de humo, el gentío dejó de celebrar los aciertos de los artilleros. Un sentimiento de piedad se fue filtrando por entre la capa de encono patriótico. Sorprendidos ante su propia capacidad de odio, se admiraban de la tenacidad de la embarcación lentamente desmantelada. Algunas mujeres comenzaron a sollozar sin atreverse a decir palabra.

—Esto es una carnicería sin nombre —exclamó conmovido el párroco de la ciudad, un andaluz vociferante que en sus predicas dominicales solía desafiar a los malvivientes y al mismísimo demonio a batirse con él a trompadas. —Señor, ten piedad de sus pobres almas —dijo alzando los ojos al infinito.

La rendición, sin embargo, no llegó. Estábamos muy cercanos, a menos de 500 metros. Así y todo, no se veía tripulantes en el buque contrario. Nadie a quién apuntarle. Eso aumentaba la sensación de que no podíamos hacerles daño. Los disparos de nuestros fusiles rebotaban contra su fuerte coraza. Pero disparábamos sin darnos tregua pues era lo único que podíamos intentar.
Las andanadas de la artillería mayor se sucedían una tras la otra. Bajo cubierta los servidores de los cuatro cañones de proa cargaban sin cesar las piezas al tiempo que trataban inútilmente enfriarlas a baldazos. El colorado Armstrong mantenía la máquina en marcha mientras maniobrábamos constantemente, como un animal acorralado, enfilando siempre hacia el inexpugnable adversario.

El caos era total a bordo. Las explosiones confundían las voces de mando con el llanto de los heridos y los juramentos con los gritos de dolor. Pero la tripulación seguía batallando por controlar los incendios, por socorrer los heridos, por cerrarles los ojos a los caídos, por transportar munición en medio de las llamas y seguir la lucha a pesar del humo enceguecedor y del miedo. Julián, junto a otros marineros se ocupaba de las bombas para achicar las vías de agua que amenazaba la flotabilidad de la nave

La cubierta se fue llenando poco a poco de cuerpos destrozados y de hombres retorciéndose de dolor. La sangre y la espuma corrían mezcladas de babor a estribor y viceversa, siguiendo las bandadas causadas por las olas. Jamás se sabrá porqué seguíamos combatiendo. Implacables eran las balas que caían. Implacables eran quienes continuaban una lucha que no se podía ganar. Que nunca se pudo ganar.

Abajo, en la semi oscuridad de la podrida sentina el calor era infernal. Julián apoyaba su cuerpo agotado sobre la palanca de la bomba para devolver el mar que entraba a través de un boquete situado a menos de una palma por sobre la línea de flotación. Cuando le ordenaron subir para reemplazar a un fusilero reventado por una bala enemiga encontró al contramaestre tirado junto al palo mayor. Estaba tan malherido que los enfermeros no malgastaron tiempo en socorrerle. Tenía el costado del tórax destrozado. Abundante sangre manaba de su boca.

En ese momento Julián creyó que las baterías de 300 libras acertarían el golpe final. Pero de improviso el enemigo dejó de disparar. Parecía como si esa nave desprovista de seres humanos hubiese pensado que debía terminar de una vez el amargo pleito. Quizás habían llegado a la conclusión que demasiados disparos se perdían en el mar o iban a dar a la ciudad causando incendios y víctimas inocentes.

—Nos ataca con el espolón —gritó alguien desde la cubierta.

Efectivamente, el cetáceo de hierro precedido de semicírculo de espuma avanzaba a todo vapor hacia nuestra posición. Intentaba partir nuestra nave embistiéndola con su tonelaje superior. Era el golpe de gracia que terminaría los padecimientos de la embarcación moribunda. Los que pudieron se aferraron a cualquier estructura que estuviese a mano. Muchos se lanzaron al suelo para evitar ser arrojados por la borda. El golpe fue espantoso, abriendo de inmediato una profunda herida en el casco. El mar se precipitaba rugiente dentro de nuestro barco.

El fin de la batalla parecía haber llegado. El señalero extendió el lienzo blanco de rendición a la espera de instrucciones pues ya no había resistencia posible. El clarín llamando a abandonar la nave estaba preparado. Sólo faltaba que llegase la voz de mando desde el puente. Todas las miradas buscaron en esa dirección. Pero el capitán ya no estaba allí. Le vimos bajar a la cubierta sable en mano. Gritaba unas órdenes imposibles de comprender en esa confusión.

Durante un lapso que pareció eterno ambas embarcaciones quedaron unidas. El mar aprisionado entre los dos cascos bramaba. En el viejo armatoste de madera, su capitán, poseído de una ira irracional, se abalanzó contra la figura bestial de la nave enemiga, como si esta fuese la encarnación misma del demonio. Se le vio saltar a la cubierta enemiga. Sólo un hombre le siguió. Todos comprendían la futilidad del gesto. —¡Están locos! ¿Qué están tratando de hacer? —preguntaba en voz alta el marinero Pinilla.

Por entre todos los demás ruidos, por entre el tronar de los cañones, los gritos de dolor y el pegajoso olor a pólvora, distinguimos la seca detonación de un fusil. En ese momento el humo del incendió escondió la escena. Luego el cuadro más dramático de la tragedia se presentó a la vista. Nuestro comandante yacía sobre la cubierta enemiga. Su combate personal contra la deshonra y el olvido había llegado a su fin.

Antes de que el monstruo abriera las fauces para soltar su presa para volver a atacarla, cada uno de los tripulantes pudo ver por fin al hombre. Al morir, el distante capitán parecía más humano y vulnerable. Estaba en el suelo con la espalda torcida en toda su fragilidad como una marioneta abandonada, la larga levita en desorden, los zapatos gastados. El sable había huido de su mano. Tal vez era ya un trofeo de guerra.

—¿Y la chiquita, qué pasó con la chiquita —levantó un momento la cabeza, agonizaba el contramaestre Hugo Armijo.

—Escapó, tío —mentí sosteniéndole con mi brazo bajo su cuello. —Se les fue por los bajos, no la pudieron seguir. Se burló de ellos —continué: —Los hizo encallar, tío.

Y seguí mintiendo entre lágrimas hasta darme cuenta que todo era inútil, que el contramaestre estaba ya junto a su querida nave. Pero por sobre todo comprendí que era ya inmune a la metralla, a los fragmentos y a las aguzadas astillas que volaban en todas direcciones, con cada impacto sobre la estructura superior de nuestra embarcación.

Después del primer espolonazo hubo otro. Más hombres saltaron al invencible monstruo marino. Les disparaban desde todas direcciones. Fueron abatidos sin siquiera llegar a saber desde dónde provenía su muerte.

La segunda dentellada había sido aún más devastadora que la anterior abriendo una larga brecha en el casco que alcanzaba más abajo que la línea de flotación. Empezamos a hacer tanta agua que en un breve lapso el barco se cargó violentamente hacia estribor.

Un tercer ataque de espolón lanzado desde corta distancia abrevió la agonía. La tripulación demasiado exhausta no intentó saltar esta vez. Mientras tanto, la proximidad había terminado por mejorar la puntería de los cañones enemigos. El estruendo se había convertido en apocalipsis. Ahora, cada tiro daba en el blanco. El incendio avanzaba sin control. Minuto a minuto la escora era más pronunciada, amenazando con hacernos volcar en cualquier momento. Sin poder hacer nada más y sin voz de mando, lo que restaba a los sobrevivientes era intentar salvar la vida.

Julián comprendió que no quedaba tiempo. Se arrastró por la inclinada cubierta hasta la borda, dejándose caer al agua. Nadó con desesperación tratando de alejarse de la nave que se hundía y no ser arrastrado con ella. Luchó cuanto pudo pero fue inútil. Se lo tragó la tiniebla, la espuma, la corriente descendente, la succión del abismo. Primero fue un zumbido en las sienes, enseguida la angustia de sentir como se le inundaban las entrañas y luego la explosión final en el plexo.

Con el último soplo de vitalidad, Julián extendió los brazos para volar hasta el fondo del océano. Su cuerpo inerte descendió despacio. Burbujas de aire escapadas de entre su ropa buscaban la superficie cada vez más lejana. Al cabo de un lapso imposible de medir su cuerpo chocó contra el lecho arenoso. Acallados los estampidos, las criaturas del mar recuperaban las praderas oceánicas. Cerca yacía, por fin en paz, el casco descuadernado de la nave mártir.

A pocos pasos de distancia, sentado sobre una roca cubierta de algas y pequeños moluscos, Julián divisó al comandante. Su sable estaba clavado en la arena. Sólo la empuñadura era visible. El cabello alrededor de su calva prominente era mecido por el suave oleaje submarino. Parecía conversar con los peces que empezaban a rondarlo.

Más allá, otros hombres con aspecto de gente de mar se reunían. Eran náufragos y combatientes de todos los tiempos. Felices abrazaban a los que como Julián venían llegando. En el lugar reinaba una alegría desbordante, como en una gran taberna de piratas. Un coro de sirenas y tritones subido en un carro tirado por caballos azules cantaba una dulce melodía. Entonces Julián se dio cuenta que Quicueg había tenido razón.



PECADOS INCONFESABLES.

(del libro "Maldito Piano")

No es importante no haber nacido en el Lejano Oeste para ser un vaquero de verdad. Lo importante es querer serlo.


William F. Cody (Buffalo Bill)



Being a cow-boy it’s a full time job.


Anónimo



Primero matarán nuestro alimento, después a nuestros dioses, y luego nos mataran el alma.


Tatanka Iyotake (Sitting-Bull)


La perdición, que de acuerdo al dogma se alcanza realizando actos de una maldad tan pegajosa que resulta imposible sean limpiados del alma, y que, por tanto, permanecen en el currículum hasta el Día del Juicio Final, ha sido algo que en mi vida se empezó a desencadenar temprano. Sin embargo, mis faltas hasta los doce años, debido a mi inexperiencia como pecador, o si se quiere, a la falta de práctica, todavía habían sido de poco peso, desordenadas y azarosas. Mi primera gran culpa que quedó sin absolución, o dicho de otra manera, el primer peldaño hacia el Abismo, se produjo mas o menos a esa edad tras caer en un pecadillo leve, confesable incluso y hasta perdonable, pero cuyas circunstancias hicieron que viniera acompañado de complicaciones tales que logró desordenar mi conciencia y mi fe y abrir, por vez primera, la puerta al suave veneno de la duda.

Sucedió que en una ocasión, el Riquelme llegó al colegio denunciando haber sido severamente abochornado por mí con sobrenormbres lesivos a su autoestima. Una ofensa menor, sólo una actitud típica de niño de un curso superior en seguimiento de malos modelos impuestos por las generaciones anteriores, y no un pecadote de gran tamaño. Pienso que en eso no hubo gran maldad. Eran las reglas del juego imperantes. Como lo eran por ese tiempo los castigos corporales. O como alguna vez fue colgar con los pies para arriba a un indígena de las praderas sorprendido cazando ganado de propiedad del hombre blanco que usurpaba sus tierras.

El afectado, Riquelme, jamás se pudo imaginar la cadena de efectos morales y psicológicos que traería su reclamo. Pues si bien me cuesta acordarme de cuál fue mi delito, aún tengo grabado en la memoria el castigo que mereció aquello y los complicados artilugios a los que tuve que recurrir para aminorar los dolorosos efectos de la pena impuesta. Y las dudas religiosas y otras angustias que esos inventos a su vez me acarrearon.

Al enterarse de la denuncia, el padre Pancracio encargado de la disciplina del colegio, dictaminó, sin más trámite o investigación, que lo apropiado para expiar la culpa sería la aplicación de varillazos en las asentaderas del malhechor. O sea las mías. Para lo cual ordenó mi presentación inmediata en su oficina. Sentado fuera, en un duro banco de madera, aguardé por largo rato, adolorido de antemano, el cumplimiento de la sentencia. El castigo era inevitable. De nada me valdría que el padre Pancracio fuese mi confesor. Tenía fama de administrar justicia con toda dureza.

Para sacar de mi mente lo que venía me dediqué a observar la sala de espera de los condenados. Sobre una pared colgaba un antiguo grabado abigarrado de personajes que representaba, por la parte superior, el anhelado cielo de los cristianos en que unos ancianos de luengas barbas contemplaban gozosos y calmos la luz del Supremo Hacedor. En la parte de abajo del cuadro estaba el temido inferno: hombres y mujeres panzones y escasos de ropa, friéndose entre reptiles y otras criaturas con alas de murciélago, que con cara de enojo y felicidad, simultáneamente, se entregaban al placer de asustar a los que ya tenían bastante con haber caído a ese espantoso lugar. “Esto es lo que me sucederá si sigo así”, pensé apesadumbrado.

Entre el arriba y el abajo del cuadro se representaba una zona intermedia, el llamado Limbo, nombre que siempre me sonó afrocubano y que era el lugar reservado para los que fallecían sin estar bautizados. “El Limbo es un lugar magnífico” reflexioné, descubriendo en ese instante otra buena razón para haber nacido en algún punto remoto de la creación, lejos del conocimiento del bien y el mal. Y de la varilla justiciera del padre Pancracio. Por ese paraíso menor, ignorantes de su ignorancia, corrían felices por entre prados verdes, matorrales floridos y riachuelos transparentes, unos niños asexuados y piluchos.

Al Limbo iban a parar también, de acuerdo a mi mitología personal, otros seres no bautizados: los comanches, siouxs o apaches que el último domingo, a la hora de la matiné, había visto morir con su roja piel agujerada a balazos mientras daban inútiles y vociferantes vueltas alrededor de unas carretas en que se parapetaban unos colonos que tenían mucho mejor puntería que ellos, pues acertaban cada disparo y no perdían su energía gritando como desquiciados. Ni menos se exponían con tanta liviandad a los rifles enemigos. Todo aquello, los secretos de cómo el hombre blanco conquistó el Oeste.

La partida de los indígenas hacia el Limbo se aceleraba bruscamente cuando, a galope tendido, aparecía en escena la caballería yanqui al toque de sus característicos clarines. Eso despertaba nuestros peores instintos sanguinarios pues la llegada de los soldados azules, que tampoco erraban ni un solo tiro, era recibido con un vigoroso pataleo de la niñería presente en el cine. Lo que hacía ver que no le teníamos ninguna simpatía a esos indios egoístas que no querían compartir con los buenos caras pálidas sus praderas ancestrales, ni las pieles y las carnes de sus bisontes. Ni menos querían entender de propiedad privada, de alambres de púa, de registro de tierras ni de los otros papeleos propios de la civilización.

Llevaba en el lugar un buen rato, con mi mente, como acostumbraba, divagando a gran distancia, y en otro tiempo, en pleno Far West, cuando en la antesala del miedo se presentó Edmundo, mi vecino de calle. Su llegada me volvió abruptamente a la cruda realidad.

Esa misma mañana había visto Edmundo salir expulsado violentamente de la sala de clases. La violencia había corrido por cuenta de nuestro recio profesor de Dibujo y Caligrafía que había apurado su marcha aplicándole un empujón que lo hizo volar a través de la puerta. Algo así como en el cine suelen salir los borrachos pendencieros arrojados fuera del saloon por los potentes puños del jovencito. Habitualmente las expulsiones no pasaban más allá de quitarnos el placer de asistir a clases, por lo que me extrañó su presencia en ese lugar. Le pregunté entonces qué había sucedido:

“Bueno, nada” dijo Edmundo demostrando que los duros del Oeste hablan poco de sus problemas.

“¿Cómo nada? ¿Qué haces aquí entonces” insistí, a sabiendas que su presencia significaba la comisión de un delito grave. Tenía que ser algo tan malvado como lo mío y que había merecido la ira del sheriff Pancracio.

Pero mi amigo estaba decidido a guardar silencio. Tuve que recurrir al soborno consistente en una vaga promesa en que Pancho, el dulcero oficial del colegio, aparecía involucrado. Ante la posibilidad de paladear de una manzana confitada, uno de los manjares favoritos de los apaches, tribu a la que pertenecía, Edmundo habló.

“Es que me encontré en el patio de cemento con el viejo de Dibujo y Caligrafía y tuvimos un duelo” dijo escupiendo un pelotón de asqueroso tabaco de mascar.

“¿Y qué pasó?”

“Le mandé un bolsazo en la cabeza.”

“¡Qué, tú debes estar loco Edmundo! ¿Con qué tipo de bolsa?”

“La del equipo de gimnasia. Menos mal que sólo llevaba el salida de cancha, la toalla y las zapatillas. El otro día andaba con las zapatillas de clavos”. Ahí Edmundo sonrió. “Esa hubiese estado buena”, agregó.

“O haber llevado el Diccionario Larousse” comenté yo empezando a verle el lado cómico al asunto.

Recordando la gravedad de nuestra situación, dije: “A mi, por burlarme del Riquelme me condenaron a tres varillazos. A ti te van a arrancar el cuero cabelludo, Edmundo, por lo menos” exclamé preocupado por la salud de mi compañero. Luego se me vino a la cabeza que el árbol del patio principal bien podría servir como árbol de la horca. El drama de los pieles rojas baleados sin piedad, con que se había entretenido mi imaginación mientras aguardaba en esa sala, se negaba a pasar a un segundo plano.

Pero Edmundo, hábil como un verdadero apache, tenía la treta precisa para convertir el traspié en victoria. Abrió el bolso que utilizaba para transportar sus materiales - el mismo con que se había hecho justicia - del cual extrajo un gastado cuaderno. Lo examinó un momento con ojo de indio viejo. Luego, soltándose el cinturón de los pantalones, procedió a colocarse el cuaderno en la parte amenazada, advirtiéndome que yo debía hacer lo mismo.

Busqué en mi maletín de cuero de búfalo legítimo y descubrí que entre mis cosas: lapicera fuente, tintero, papel secante, un estuche repleto de lápices de colores en que sólo una ínfima minoría tenía punta, regla, escuadra, block de dibujo, libro de lectura, y otros objetos, sólo portaba un cuaderno, el de Matemáticas, que era de tapas duras, y era ostensiblemente inadecuado, por su rigidez y resonancia, para la misión de proteger mi humanidad sin delatarme. De paso pensé que si yo golpeaba a alguien con todo aquello, hubiésemos estado asistiendo a un funeral en lugar de estar esperando el cúmplase de la sentencia.

“Este va a sonar más fuerte que el tam-tam llamando a la guerra. Me puede provocar una ración doble”, lamenté a mi compañero de desgracia. “Mi ser indio muerto” dije teatralmente.

Entonces Edmundo con su infinita solidaridad de hermano de sangre me proveyó de uno de los suyos. “Es que estaba indeciso cual era el mejor para esto. Así es que tenía dos”, explicó. Convencido de que de tan importante documento dependía mi salvación, hojeé el cuaderno que me pasaba, constatando que se trataba del de Caligrafía. Estaba lleno de letras y frases dibujadas con esmero con pluma y tinta verde, el material favorito de mi amigo. En ese momento pensé que el cuaderno de Religión, por alguna vaga relación con el ángel de la guarda, podría ser quizás más protector.

“Tienes que ponerlo bajo el calzoncillo” instruyó Edmundo. “Y no estar demasiado tenso. Si estás relajado, el cuaderno sonará menos. Hay que ablandarlo ¿Entiendes?”

Entendí.

Hice lo que tenía que hacer imitando exactamente todos los movimientos de mi compañero. Al poco rato el padre Pancracio atravesó la antesala para dirigirse a su oficina. De la mirada de hielo que nos dirigió era imposible adivinar la fuerza con que aplicaría los varillazos. Pero su cara estaba cubierta, de oreja a oreja, con pintura de guerra.

“Edmundo” llamó una voz desde la sala contigua. El condenado se persignó para rogar a Dios no ser descubierto. Se acercó a la puerta y la abrió con mano temblorosa. Desde dentro alguien cerró nuevamente. Al parecer hubo un pequeño sermón. Entonces vino el brusco flap flap de los varilla contra la zona castigada. “Auuuu”, oí decir en apache. Presté atención a los golpes. Me pareció que el sonido era el correcto. No estuve seguro hasta que se abrió la puerta. Mi amigo salió cojeando. Parecía un apache humillado y malherido. Pero su guiño y su sonrisa me indicaron que la defensa a su retaguardia había funcionado bien

Fue en ese preciso instante que la gran duda religiosa me atacó. Usar esa protección era una forma de engaño. Es decir, un pecado. ¿Cómo podía yo entonces hacer eso sin confesarlo después con el padre Pancracio? Pensé que no podía delatarme a mí mismo pues la vez siguiente que mereciese de palos, el padre Pancracio sabría de la trampa. Incluso podría perjudicar a otros compañeros. Sería un delator. Un fuera de la ley. O un gran pecador. No había escapatoria. La escena del infierno y sus horrores, que tenía enfrente, me hizo estremecer.

Sentí mi nombre a través de la puerta. Con resignación ante lo inevitable entré. El padre Pancracio me observaba con una ceja levantada y sus terribles ojos de inquisidor. Yo sabía que él sabía lo del cuaderno.

“Agacharse”, mandó. El primer golpe cayó pleno sobre el cuaderno, el que dispersó el impacto reduciéndolo al mínimo. El segundo, lanzado con más fuerza, cogió un trozo de carne humana y un trozo de cuaderno, produciendo un doloroso pellizco que me aseguraba un feo moretón. El tercero dio justo en la zona recién herida con efecto agravante.

Salí de la sala con la misma cojera de mi amigo. Sólo que en este caso era real. Peor aún, el asunto de como confesar la fallida maniobra persistía. Edmundo ya se había marchado. Miré con rabia el grabado en la pared y maldije sinceramente sus tres partes. Desde entonces me hice devoto del Gran Manitú.


MALDITO PIANO
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LOM EDICIONES
2003
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